El Evangelio de Jesús de Nazaret tiene un sabor propio, indefinible pero inconfundible (sabor a vida renacida, a riesgo, a fuego, a profecía: sabor de libertad,: sabor a humanidad de Dios), que los cristianos somos capaces de adulterar y perder. Cuando el Evangelio pierde su sabor en nuestros labios, en nuestras manos, en nuestra práctica y en nuestros templos, ¿para qué sirve ya, o para qué servimos entonces los cristianos? Sin sabor a Evangelio, no somos servidores del reino del Dios de Jesús. La Iglesia aparece hoy como una mezcla abigarrada de sabores y sinsabores. Habla mucho de sí misma y se la ve afanada en restaurarse y sobrevivir en medio de la crisis del mundo. Tal vez por eso sabe poco a Evangelio. Tiene otros sabores y sinsabores. Pero el Espíritu pone sabor a Evangelio donde quiere. Y existen hoy en nuestro sombrío mundo, dentro y fuera de la Iglesia, multitud de personas y comunidades con esperanzas, luchas, proyectos, acciones, resistencias, diálogos, logros y fracasos, esfuerzos, dudas, plegarias, alegrías, llantos, sufrimientos, voces, palabras, gritos y silencios que irradian sabor a Evangelio. El sabor a Evangelio es un certero ""test"" para saber dónde está y dónde no está hoy el reino del Dios de Jesús. Donde hay sabor a Evangelio, allí la novedad de Dios está rompiendo la monotonía de la muerte, abriendo los sepulcros y brindando alternativas de sentido para vivir humanamente. Donde hay sabor a Evangelio, la esperanza vive y crea futuro.