Kore solía pasear sin rumbo durante todo el día por las praderas sicilianas, recolectando frutos en las faldas del monte Etna y danzando con las ninfas. Un día Kore invitó a sus doncellas a recoger flores. Estas, alegres, atrajeron con sus cantos y risas a Hades, quien paseaba en su rica carroza tirada por cuatro negros caballos. El dios detuvo su paso y observó a través del follaje: contempló a Kore sentada entre las flores y rodeada de sus doncellas. Al momento quedó prendado de la joven, convencido de que su felicidad dependía de su posesión. Durante mucho tiempo Hades había intentado persuadir una tras otra a las diosas para que compartieran su trono en los Infiernos. Todas le habían rechazado, negándose a morar en aquella tierra profunda y privada de luz. Decepcionado y herido se prometió solemnemente no volver a pedir cortésmente a una diosa que fuera su esposa: la próxima vez la raptaría. Kore se encontraba distraída, recogiendo una flor de Narciso, cuando se abrió a sus pies una grieta de la que surgió Hades, de rostro invisible, montado en su carro dorado. Aprovechando el desconcierto de Kore, la tomó en sus brazos y la subió a su carroza, que se alejó velozmente. Kore se resistía: lloraba y forcejeaba, gritaba y volvía la vista atrás para guardar en la retina la imagen de su diosa madre, Démeter, de cuyos brazos era arrancada. Pero Hades, satisfecho, la ceñía con fuerza para que no escapara y la estrechaba contra su cuerpo calmar su miedo. Los corceles se precipitaron presurosos a través del oscuro pasaje que los llevaba a su trono en el Tártaro.