La melancolía es, en nuestra cultura, un mito inmortal. Nacida como una enfermedad de invención griega causada por los desajustes de la bilis negra -un espeso líquido oscuro, vehículo de padecimientos y manías, pero asociado también a la fineza espiritual, el talento artístico y la vocación heroica-, desde muy pronto desbordó el campo médico y se convirtió en el sello autentificador del genio creador. Es así como llega al siglo xx, despojada del lastre retórico pero conservando intacto su sentido existencial: como la mejor respuesta interior al espíritu de crisis y vértigo, pero también de ambición, con que se afronta el nuevo siglo; como la experiencia inseparable de cierto «sentimiento doloroso de la modernidad». Una modernidad, en lo artístico, atravesada de narcisismo, exaltación y desconcierto. Se adivina en los escritos más personales de algunos artistas: las memorias de De Chirico, los diarios de Klee, las cartas de Mondrian; pero también en su obra: en la paleta sombría de Vlaminck; en los polvorientos cuadros de Schwitters; en el mundo solar de Matisse, en el genio incansable de Picasso, en la busca de lo absoluto de Malevich, en la carcajada estridente de los dadaístas. Todos ellos hablan en un idioma en el que es difícil no reconocer el cortejo de síntomas que siempre ha flanqueado esta enfermedad atávica que solo existe en la imaginación de poetas y pintores: desdoblamiento irónico, narcisismo y furor creativo, desazón ante lo absoluto y fragmentación de la experiencia, murria y excentricidades, inclinación por lo residual y lo minúsculo, el gusto de tomar las cosas por su lado inasequible, la parálisis como fuente de energía y, sobre todo, un entendimiento problemático, oscuro y nada complaciente del hecho artístico.