Este ensayo constituye, según nos dice el autor -«aunque puede que sea mentira», apostilla-, su primera y última obra para el público, consciente como es de la inutilidad y falsedad total de la escritura, que solo sirve «para mantener el negociazo de los libros». Y añade «el que quiera aprender que se deje hablar, mirar y escuchar», se le oye decir a menudo en alguna de las pocas tertulias a las que a veces asiste. Él reconoce su impotencia al respecto de la escritura cuando nos dice -con un poso de tristeza que se trasluce muy bien a través de su voz apagada- que «desde los presocráticos y quizás desde aún antes, cuando todavía no se escribía, hasta hoy, se han escuchado, seguido e impuesto a todo quisque más fácilmente las palabras e «ideas» de los más tontos y torpes, en vez de dejar oír la voz clara y útil del "sentido común". Por lo tanto ¿Qué puede hacer hoy una voz más, perdida entre el estruendo de opiniones y saberes personales -que las tecnologías malditas nos escupen al oído de manera constante y abrumadora día tras día- y entre gente que lo "sabe todo" de "todo", siendo uno mismo parte de esa gente? La verdad es que muy poco. Si acaso intentar tenazmente que la "voz común" -que no es de nadie y que por ello es de cualquiera- hable a través de uno eliminando en lo posible "las ideas" personales».