Todo aquel que haya abordado las ciencias físicas con cierto grado de detalle, habrá tenido ocasión de toparse con unas cantidades cuya fama de inmutabilidad les ha granjeado el nombre de «constantes fundamentales de la naturaleza». Cantidades que los estudiantes memorizan con reluctancia para los exámenes, y que, en el mejor de los casos, olvidan con igual rapidez tras haberlos superado: el número de Avogadro, la constante de Boltzmann, el enigma de la entropía, el número de Feigenbaum, las cargas eléctricas, la constante dieléctrica, la velocidad de la luz, la constante de Planck, la constante de la gravitación universal, la enigmática constante cosmológica, partículas y fuerzas... La cuestión es, ¿sirven estas constantes algo más que para intervenir como valores fijos en multitud de cálculos científicos?; ¿contienen en sí mismas alguna información interesante sobre la arquitectura del universo cuyas leyes intenta poner al descubierto el hombre de ciencia?