«Nada hay tan útil para aleccionar al pueblo de Dios como el ejemplo de los santos, porque los ejemplos son más poderosos que las palabras, y una buena obra enseña más que un discurso». (San Agustín). La historia de la Iglesia es, en gran parte, la historia de sus santos. Incluso se podría decir que su finalidad es convertir en santos a todos sus miembros, porque la llamada a la santidad no se dirige solamente a un grupo de personas especiales, sino que va dirigida a cada uno de nosotros, sin distinción, y no sólo como invitación, sino como exigencia, pues Dios llama a todos los bautizados a la plenitud de la santidad -«Sed perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5, 48). En cualquier situación en que nos hallemos podemos ser santos, desempeñando con amor las tareas de nuestra vida cotidiana, con plena conciencia de que a través de ellas se expresa la voluntad divina, pues los innumerables actos de nuestra vida diaria pueden santificarse a condición de que los vivamos en la presencia de Dios, y pueden ser ocasión de nuestro encuentro con Cristo.