En la ciudad de Ofidia no hay dioses celosos de la fortuna de los hombres, seguramente porque ninguna de sus casi trescientas mil almas la tiene. Quien mejor lo sabe es Herodoto Corominas, un inspector de policía que nada -o casi- tiene que ver con el padre de la Historia, salvo por el hecho de que también desconfía de las apariencias y apela al sentido común ante los dos principales mecanismos que mueven el mundo: las pasiones y la injusticia. La ceguera, en fin, de la naturaleza humana. En ella piensa Corominas cuando un día aparece el cadáver de un agente municipal al que han rajado el vientre en plena calle y al que nadie llora. A medida que tire del hilo, lo que descubra sobre un adolescente desesperado, una conjura y un librero de viejo cansado de perder tal vez no sirva para escribir una epopeya, pero sí una trama intensa, aguda y sutil hecha con los pedazos que deja la vida cotidiana, esa en la que un trozo de verdad, aquí sí, es casi toda la verdad, y donde, pase lo que pase, siempre acaban pagando los mismos.