El año 30 de nuestra era, siendo Tiberio emperador de los romanos, moría crucificado en Jerusalén Jesús de Nazaret. Su ejecución hubiera pasado desapercibida si algunos discípulos y amigos no hubieran visto aparecer lleno de vida a aquel cuyo cuerpo habían depositado respetuosamente en un sepulcro nuevo. Al poco tiempo los apóstoles comenzaron a predicar la Buena Nueva de Jesucristo muerto y resucitado;primero en Jerusalén, después en Judea, Samaría, Galilea, Asia Menor... hasta llegar a Roma, la capital del Imperio. A pesar de las persecuciones sistemáticas por parte del poder, a pesar de las repugnancias intelectuales de los sabios y de los rechazos instintivos de muchas de sus enseñanzas morales, el mundo romano terminó convirtiéndose masivamente al cristianismo. Ninguno de estos obstáculos pudo resistir ante la fuerza espiritual del Evangelio; ninguna de estas negaciones logró evitar la presencia positiva y renovadora de un acontecimiento que inauguró una nueva civilización y que sigue siendo para los sabios uno de los enigmas más irritantes de la historia humana.