En nuestras sociedades se hacen continuas referencias a la necesidad de dialogar para preservar la convivencia y afrontar los problemas que en ellas se generan. Paradójicamente, sin embargo, la democracia, nuestras propias vidas, se construyen muchas veces de espaldas al diálogo. Una cultura que no es la del ejercicio del poder, la de la creencia en la superioridad de nuestras ideas o la que nos lleva a confundir el irrenunciable derecho a expresarnos libremente con pretender el encuentro a través de la palabra. Reclamamos así, con frecuencia, el diálogo sin percatarnos de que no participamos del espíritu que lo anima. Nuestras conversaciones se convierten por ello, las más de las veces, en estériles discusiones o en un tentar a ciegas la influencia de las palabras sin tomar conciencia de cómo nos proyectamos a través de ellas o de qué efectos producen. Generar espacios de diálogo, promover una educación que permita alimentar esa conciencia se convierte así en necesidad de primer orden en unas sociedades cada vez más cambiantes y diversas. Porque, si bien se mira, la mayor parte de los conflictos y decepciones que experimentan los seres humanos procede de su incapacidad para dialogar consigo mismos, con el conocimiento, con el medio natural del que forman parte y, obviamente, con sus semejantes.