En «Pequeña Crónica», más que en ningún otro relato, todosl os caminos conducen a la casa. Todo es un delicioso pretexto para hurgar en los más recónditos escondrijos, zaguanes y alcobas. Sean por ejemplo los temblorosos pasos del niño-tonto Gerardo María. ¿A dónde nos conducen?. A un oler, mirar, aspirar, tocar, sentir, abrir establos, baúles, cajones y habitaciones que, no hay duda, son los mismos espacios que recorrió y sintió el niño-listo-asombrado Antoñana: «Casi todas las habitaciones tenían uno o dos, a veces más, recuerdos de otras épocas y otras gentes que sintieron la compañía de sí mismos reflejados, transpasados más allá de la realidad en ese mundo insoldable, mágico, que por efecto óptico el cristal con azogue iba creando». O tómese la aventura amorosa de doña Matilde y el criado Isidoro -contada casi con rubor, casi con miedo de nombrar la región tenebrosa del sexo- para consumar su pasión... Del mismo modo que se explora el cuerpo del amante, así se recorren los ocultos rincones de la casa desenterrando baúles, gualdrapas, armarios, alfombras, telas de bandera, espejos, pianos, sillas de montar y arneses. ¡Qué inmenso tesoro de posibilidades para la despierta imaginación de un niño asombrado por tanta magnificencia! Por mucho tiempo, la casa -recuerda el niño Pablo- guardaba intactos sus voces, sus silencios, su compostura, su olor macilento, a objeto usado». Y él, lo registra, lo invade todo. Pero, un día, ese todo se esfumará. Se correrán velos. Se cerrarán las habitaciones. Se precintará el portalón principal. El fin se habrá consumado. El ocaso de la familia y la casa como fortines de dominación y esclavitud se derruirán. Será, entonces, el principio de la libertad, de la memoria infantil cargada de sensaciones, de olores, de susurros, de leyendas, de personas y de historias que jamás le abandonarán. Víctor Moreno