Con la noche ya dispersa por los caminos el Tigre se sintió enormemente vivo. Por lo lejos había un punteado de plata y era luz más blanca, un resplandor todavía muerto, inseguro y perdido. Al respirar profundamente absorbía los olores de la tierra, la hierba húmeda, con gotas de agua incolora, la hojarasca podrida, las piedras que lentamente se hacían visibles, de tamaño natural. El olfato le traía, bronco y agrio, el sudor frío por debajo de la camisa. Y se encontraba complacido en olerse la piel porque le parecía que un extraño zumo de naranjas y limones le caía morosamente por sus manos. Los poros le manaban un algo maravilloso, inexplicable, y era algo, no sabía el qué, cubriéndole protectoramente. Como un halo mágico, dentro del cual se sentía poderoso e impasible; un extraño calor, un extraño frío, todo a la vez distante y lejano, y a la vez cerca de donde estaba la sangre y el corazón. Entre los dedos mismos y en los huesos. El Tigre se movió ligeramente. Estaba apostado detrás de las piedras, con el fusil bajo el sobaco...