Los augurios apocalípticos cumplen un doble papel amortiguador. Por un lado, si tantos son los santos y profetas que los anuncian, quizás no anden muy desencaminados. Y más bien -se argumenta desde esta perspectiva- se tratará de una transformación en nuestra forma de vida, en lugar de la desaparición física del mundo o de la especie humana, lo que seguramente no será tan malo. Por otro lado, si las profecías de los videntes son una necedad, también lo serán nuestros temores, sin comprender la esencial independencia entre los problemas que nos acucian y los mitos que sobre ellos construimos. Son pocos, sin embargo, los que se interrogan sobre lo que la ciencia puede decirnos acerca del particular. No ya sobre las posibilidades de que en tal o cual nación tenga lugar una revolución que trastoque el orden social imperante, sino, precisamente, sobre los peligros reales que amenazan al planeta Tierra y a la única especie inteligente (a la vista de nuestros actos esto habría de matizarse) que en él se acomoda. Las ciencias naturales han avanzado lo suficiente para permitirnos vislumbrar cuáles son los fenómenos, tanto externos como internos a nuestro planeta, que suponen un riesgo para nuestra supervivencia en él, al mismo tiempo que nos exponen las opciones existentes destinadas a combatirlos.