El debate en torno a la naturaleza y el valor de las imágenes está presente desde el comienzo mismo de la filosofía occidental. La temprana reflexión platónica sobre la función desempeñada por la mimesis marca el ambiguo estatuto que durante largo tiempo definirá la ontología de la imagen. El devenir filosófico queda marcado desde el principio por una concepción del conocimiento íntimamente ligado al vínculo establecido entre lo sensible y lo inteligible. Por lo general, el pensamiento clásico entiende la imagen como un devaluado vehículo de conocimiento debido a su dimensión sensible, es decir, por su fijación espacio temporal y su difícil acceso a lo abstracto y lo universal. En cualquier caso, somos herederos de una cultura textual, pero también somos herederos de una cultura iconográfica. Lo característico del mundo contemporáneo es que se ha producido un cierto desplazamiento de la representación textual a la representación iconográfica, hecho favorecido por el advenimiento de nuevos medios digitales productores de imágenes. Esos medios se han convertido en instrumentos irrenunciables que conforman y favorecen nuevas representaciones de identidades individuales y sociales. La filosofía, cuya competencia consiste fundamentalmente en comprender conceptualmente los problemas contemporáneos, debe analizar las transformaciones de la imagen y su lugar en el mundo actual.