La neblina poblaba la ciudad; sobre la sucesión de calles no se levantaba ninguna esperanza. Miguel iba a la deriva e intentaba escapar de la arrasante lluvia. Había llegado una noche más, donde los terrores se acercaban con el café, los amantes del mundo se unían, los asesinos acechaban en las esquinas, las prostitutas hacían calle, los borrachos se pegaban a la botella, los exhibicionistas lanzaban penes al aire, y algunos enamorados dibujaban un corazón de navaja en una farola del parque. Miguel buscó un espacio libre en aquel acogedor bar, donde poder sumergirse, hundido de hombros, detrás de una botella, con su crecido bigote y su barba escasa, que se dejaba de afeitar mientras se desarrollaba su deseo de mujer. En las noches de frío y soledad cambiaba las curvas de una mujer por las de una botella. Entre curvas andaba el juego y su vida era una gran curva descendiente, valor caído en la telaraña de su barba y bigote, los ojos extraviados en busca de algo de claridad en una noche de sueño. Su cuerpo se transformaba en un camaleón que cambiaba de color según los estados de ánimo. El alcohol profundizaba en su organismo y enrojecía su pálida cara. El palique fácil llenaba la mesa de saliva, gente y animación. Pronto se formó el corro y la algarabía, una vez más en el bar, un rato para matar el tiempo de la mejor manera posible. Dulces conversaciones intrascen-dentes dentro de su trascendencia, confundía el contenido con el continente y buscaba algún resquicio de amor en los ojos de la interlocutora. Necesitaba la fórmula mágica de romper las barreras de la incomunicación. Amaba en silencio o a gritos; intentaba conseguir, en aquella fría noche lagunera, la solución esporádica a los problemas de la oscuridad. Se sentía esclavo del sexo, prisionero de la mujer, por ese continuo deseo que le atosigaba. Formaba un nudo creciente en su cerebro, con la mente embotada, que obsesionantemente invocaba una llamada a la carne. En aquel sábado lluvioso, el bar parecía un mercado de sexo, cada uno exponiendo su propio material. Buenas aldabas las de aquella tía de la esquina; con aquella otra no quería saber nada, fue terrible aquella ocasión en que esa muchacha de cara viciosa y complaciente amenazó con perturbar de forma irreparable sus articulaciones. Podía aventurarse a la búsqueda de una nueva experiencia, quizás con aquella rosa sangrante en medio de la bruma de vapor humano y humo de cigarrillos number one en cualquier sitio. O tratar de traer al redil a aquella muchacha que se creía lesbiana por un par de desengaños amorosos. Pero no estaba él para salvador de almas; ya tenía bastante con aguantar su propia insidiosa presencia. Necesitaba revitalizar su cuerpo con la voluptuosidad del sexo satisfecho. Aunque, como en tantas otras ocasiones, habría que conformarse con lo que se ofreciera. Sus ojos de buitre nocturno bien abiertos, en la gran pajarería del bar, incluso con panteras disfrazadas de cándidas palomas...