Desde el momento en que irrumpió en la naturaleza y en la vida cotidiana a comienzos del siglo XIX, el tren se convirtió en un elemento de regulación de las costumbres, del tiempo, del dinero, de la historia, pero también del arte, del urbanismo y de la arquitectura. Un episodio muy conocido del arte moderno, el impresionismo, se aborda aquí desde el ferrocarril para demostrar que éste no funciona sólo como mera excusa e inevitable motivo iconográfico con el que ilustrar su siglo: los trenes aparecen como la encarnación por excelencia de lo moderno, esa síntesis de velocidad, orden, economía, consumo y humo. El tren no sólo actúa como medio de transporte de masas y de mercancías, sino que las locomotoras, devoradoras de carbón, expulsan las falsas nubes que pintan los nuevos pintores apostados en las estaciones de tren. Los vagones se equiparan con los salones donde la burguesía disfruta de sus objetos de arte. La nueva pintura que realizaron los impresionistas acaba siendo una pintura tan llena de humo como de nubes y tan académica como moderna, como si desde sus inicios se sentaran las bases de su disipación.