Que José María de Montells es un poeta, es algo que está al alcance de todos. El puede no airear sus libros, no decírselo a nadie, no ir a tertulias, no tratarse con demasiados plumíferos, tardar años en publicar, incluso. No importa. La gente que posee el privilegio de su amistad, al conocerle, supo enseguida que Pepe Montells era un poeta. Quizá algunos piensen que saber eso no tiene nada de particular, pero tiene mucho de particular, porque una cosa es ser poeta cuando se le ocurre a uno un poema y se sienta a escribirlo y otra cosa distinta es ser poeta las veinticuatro horas del día, cuando se habla, se está en el otro trabajo, el del sueldo; cuando se trata a los hijos o se vuelca uno en caprichos o generosidades a veces fácilmente evitables y otras veces superfluos. Cuando uno, en fin, no aguanta a pelmazos, aunque le convenga, o ama tiernamente a un infeliz por lo especial que tenga que no haya visto nadie. Medardo Fraile Estamos ante un poeta importante que, por propia voluntad, por no querer asistir a los cenáculos poéticos con etiqueta, o por esas cosas de Montells tan confundidoras, ha permanecido mucho tiempo, demasiado tiempo, en las trastiendas. La lectura de sus versos aporta luz en tanta sombra. Cuando asistimos a un papanatismo y a una bobaliconería que encumbra medianías, cuando ante nuestros ojos se alza tanta poesía prèt â porter, cuando a menudo no poca poesía que se escribe a nuestro alrededor es, como el lago Ness, más celebrada por sus monstruos que por sus bellezas, leer a Montells es como acercarse a un río de aguas claras. Juan Van-Halen