Lo recuerdo muy bien, era un día de bochorno tropical cuando descubrí que no entendía a los nativos. Corría el verano de 1981 y yo acababa de volver a Madrid tras catorce años de ausencia. Los nativos eran todos españoles: altos funcionarios y políticos que hablaban de posicionarse de cara a tocarel tema en profundidad y en solitario. Por un momento creí haberme equivocado de reunión y estar en un congreso de pornógrafos pedantes, pero no, en esa sala caldeada se estaba hablando de política exterior y los participantes eran casi todos viejos amigos míos, gentes honorables y sensatas. Me había separado de ellos recién terminado nuestro paso por la universidad, los había dejado hablando en cristiano y ahora me los encontraba parloteando en una jerga incomprensible. Yo seguía entendiendo a la pipera madrileña o al gañán andaluz y desde luego al campesino peruano o al peón costarricense pero ya no entendía a mis pares, a la crema de la intelectualidad española. Callé, humildemente tomé notas, y de ese trabajo de campo, entre filológico y antropológico, nació el Guirigay Nacional.