El acto de escribir un diario, la disciplina casi cotidiana de llevar al papel los mil rumores de la vida en torno, y los ruidos, y los estruendos, tiene, al mismo tiempo, algo de conjuro y algo de provocación. En efecto, el escritor exorciza, a través de la razionalización implícita en el propio acto de la escritura, los mil y un sucesos que atraviesan nuestras horas. Y provoca, en el mismo acto, nuevos actos, nuevos sucesos, nuevos rumores, y ruidos, y estruendos. Pero ni ese exorcismo ni esa provocación constituyen, en sí mismos, el objetivo último del autor. No. El escritor de diarios, y más claramente aún si se trata de un escritor con la potencia literaria de Sánchez-Ostiz, reflexiona sobre sí mismo y su peripecia vital, no tan alejada, a fin de cuentas, de la del lector, simultáneamente voyeur y cómplice de un soliloquio a veces amargo, a veces tierno, siempre enriquecedor.