De maneras diversas, la filosofía contemporánea ha sentenciado a muerte al sujeto, pues ha descubierto que, lejos de la autarquía pretendida, aquel se hallaba sujeto a los sistemas económicos, sociales, significativos, etc. Y, pese a todo, parece que no puede simplemente esfumarse su capacidad para hacer algo, para seguir reglas. En algún momento, los sistemas y las estructuras deben ser operados, esto es: sometidos a lances individuales. Por su parte, el juego requiere jugadores a los que hay que reconocer cierta aptitud para un desempeño libre (no sujeto sino suelto). Ellos, que no se deducen de la regla, representan la forma individual bajo la que resta el sujeto. Ahora bien, este individuo disolvente no resulta fácil de manejar. ¿Sería posible entonces integrarlo en un orden? Lo anterior constituye el tema político por antonomasia: el logro de una ciudadanía basada en la libertad y no en la pertenencia, es decir, en el poder para sustraerse, en cierto modo, al orden.